Comentario
Aunque no cesó la llegada de artistas desde España, en los siglos XVII y XVIII fueron en su mayoría hombres que a su condición de artistas unieron la de militares o la de miembros de las distintas órdenes religiosas. Algunos de ellos habían nacido ya en las Indias. Franciscanos, agustinos, benedictinos, jesuitas..., todas las órdenes se sirvieron para construir y adornar sus casas de religiosos. Uno de los más célebres fue fray Andrés de San Miguel. Dadas las características de la demanda, muchas veces trabajaron para otras órdenes, aparte de la propia, además de en obras civiles: el benedictino Macario de San Juan trabajó en Salvador (Brasil) a mediados del siglo XVII tanto en el monasterio de San Benito como en el convento de Santa Teresa. Por las mismas fechas trabajaba en Quito el franciscano Antonio Rodríguez, pero no sólo para su orden, pues era consultado para otras obras en la ciudad, tanto religiosas como civiles. A fines del siglo XVIII el capuchino fray Domingo de Petrés hizo en Bogotá el observatorio astronómico, dio trazas para diversas iglesias y unos años después se ocupó de la construcción de la nueva catedral. Fue sobre todo la orden jesuita la que contó entre sus hermanos artistas con más hombres procedentes de otros lugares de Europa y no sólo España: el jesuita de origen flamenco Ph. Lemaire trabajó en la iglesia de la Compañía en Córdoba entre 1667-71, a cuyas obras se incorporó a comienzos del siglo XVIII el hermano Andrés Blanqui, responsable también de la iglesia de La Recoleta de Buenos Aires y de la -muy transformada- iglesia de San Telmo en la misma ciudad. Hubo también, cómo no, frailes pintores y escultores: el dominico fray Pedro Bedón trabajaba como pintor en Tunja y Bogotá a fines del siglo XVI y, en Brasil, los benedictinos fray Agustín de Jesús, fray Domingo de la Concepción da Silva y fray Agustín de la Piedad practicaron la escultura. El último citado incluso firmó algunas de las imágenes que realizó de la Virgen.La necesidad de poseer imágenes de las tierras descubiertas para conocer aquel nuevo mundo, llevó a emprender viaje desde la Península fundamentalmente a hombres con conocimientos de geometría, dibujo, matemáticas..., entre los cuales los más significativos fueron los ingenieros, capaces además de actuar para transformar el territorio con obras de infraestructura, fortificaciones, etc., pero también simples pintores, como el andaluz C. de Quesada, acompañaron a las primeras expediciones para pintar las nuevas tierras. Las expediciones del siglo XVIII, como la de Alejandro Malaspina, emplearon a pintores procedentes de la Península aunque su origen fuera en algunos casos italiano -Ravenet, Brambila- y a dibujantes mexicanos -J. Gutiérrez, F. Lindo-. Entre los españoles que participaron en esa expedición hubo uno, José del Pozo, que decidió quedarse en Lima abandonando a su familia en España, y llegó a ser pintor de fama muy solicitado por la rica y culta sociedad limeña. Las expediciones para fijar definitivamente las fronteras entre España y Portugal después del Tratado de Madrid de 1750 llevaron a aquellas tierras no sólo a científicos de la talla de Félix de Azara, sino también a artistas como el boloñés Landi, que había sido discípulo de Bibiena y había conocido las obras de reconstrucción de Lisboa por Pombal y que acabó siendo el responsable de la mayoría de los edificios representativos de la ciudad de Belem.Entre las primeras y las últimas expediciones, las obras de infraestructura y la construcción de edificios públicos estuvieron casi siempre en manos de los ingenieros militares. Su formación científica les convirtió además en los artífices de otras muchas obras que a veces incluso muestran en sus características arquitectónicas la procedencia profesional de sus autores. Se ha indicado por ejemplo que el aspecto de solidez y la desornamentación de la catedral de Mérida (Yucatán), acabada a fines del siglo XVI, puede deberse a que en ella trabajaron entre otros P. de Aulestia y J. M. de Agüero, que habían trabajado antes en las fortificaciones de La Habana. Para la catedral de esta última ciudad hizo tres proyectos (los modelos fueron la de Jaén, la de Valladolid y el Gesú) un hombre procedente de la ingeniería militar, Juan de la Torre, que había sido aparejador con Antonelli en la fortaleza del Morro. La tendencia a la desornamentación y a la funcionalidad en la arquitectura de los ingenieros se ha argumentado también para explicar la falta de éxito del Barroco en la Nueva Orleans del siglo XVIII.Por otra parte, se ha querido explicar la influencia centroeuropea en la arquitectura brasileña del siglo XVIII tanto por las relaciones de la corte portuguesa con la austriaca como por la llegada a aquellas tierras de militares austriacos. La labor de los ingenieros militares como arquitectos supo adaptarse en el caso de Brasil a la función que se esperaba de cada edificio y así, iglesias tan significativas de esa influencia centroeuropea como Nuestra Señora de la Gloria y S. Pedro de los Clérigos, en Río de Janeiro, fueron obra del ingeniero militar J. Cardoso Ramalho, pero también fueron construidos por ingenieros algunos palacios de gobierno que reflejan esa austeridad proporcionadamente bella que caracteriza muchas de sus obras. Los ingenieros fueron autores a lo largo de estos tres siglos de algunas de las más notables obras de arquitectura civil, aunque realizaran prioritariamente obras de fortificación o de cartografía. Es el caso de Miguel Costansó en Nueva España en el siglo XVIII, a cuya labor de cartógrafo unió obras tan importantes como el claustro del convento de La Encarnación o el proyecto de jardín botánico para esa ciudad.No todos fueron europeos de procedencia y frailes o militares de profesión. Hubo también criollos -ya hemos citado a alguno- y el mestizaje que caracteriza a la sociedad iberoamericana tuvo lógicamente su reflejo en los hombres que dedicaron su vida a la práctica de distintas artes. Desde los comienzos conocemos nombres de artistas indígenas, y la pervivencia de técnicas prehispánicas -por ejemplo las imágenes religiosas hechas con caña de maíz- son pequeños ejemplos de la presencia de naturales de aquellas tierras en lo que hoy llamaríamos el mundo del arte. En este sentido la labor del obispo Quiroga en la formación de los indios en distintas artesanías (carpinteros, torneros, entalladores, pintores, músicos...) debe ser reseñada. Asimismo fue famosa la escuela fundada en México por el franciscano fray Pedro de Gante para enseñar pintura a los indios y la de artes y oficios que fray Jodoco Ricke fundó en 1552 en Quito.Los indígenas, según han estudiado Mesa y Gisbert, fueron en general mejores escultores que pintores, pero en ambas artes se conocen nombres famosos, como Diego Quispe Huaillasaca, pintor y escultor en Potosí hasta 1600; el escultor Manuel Chili, llamado Caspicara, de la segunda mitad del XVIII; o el pintor indio de Cuzco Basilio de Santa Cruz, que tuvo como protector nada menos que al obispo Mollinedo. También M. Chacón Torres ha encontrado varios maestros indígenas entre los canteros de Potosí en el signo XVII, y en Quito se recordaba cómo el indio Jorge de la Cruz Mitima había aprendido a hacer casas de españoles. La iglesia de San Pedro en Cuzco fue realizada a fines de ese siglo por Juan Tomás Tuyrú Túpac y en la de San Sebastián, de la misma ciudad, el nombre del arquitecto aparece en una de las torres: Sahuaraura. Este orgullo por la propia obra por parte de los artistas tuvo a veces su reconocimiento en la sociedad, como muestra el que de Luis Niño -que fue pintor, escultor y orfebre en Potosí en el siglo XVIII- escribiera Diego Arzans que era "indio ladino, segundo Ceusis, Apeles o Timantes", utilizando términos de comparación reservados a los más grandes artistas desde el Renacimiento. En un mundo mestizo la excelencia pudo, por lo menos a veces y en determinados oficios, no estar sólo en el color de la piel. Un ejemplo de ello es el del mestizo Melchor Pérez de Holguín, el mejor pintor de Bolivia y que muestra todo su orgullo y el status alcanzado en sus autorretratos.Del deslumbramiento de los primeros colonizadores ante la extremada habilidad de los indios para las labores artísticas -"son de naturaleza flemática y de paciencia insigne, lo que hace que aprendan artes aun sumamente difíciles y no intentadas por los nuestros, y que sin ayuda de maestros imiten preciosa y exquisitamente cualquier" obra escribía Francisco Hernández en el siglo XVI- se llegó a la integración en el sistema de muchos de ellos, algunos de los cuales conocieron una fama extraordinaria después de haber vencido las limitaciones impuestas por las ordenanzas de los gremios: en México hubo pintores mestizos a pesar de la necesidad de limpieza de sangre que se establecía en las ordenanzas; en Potosí hubo indios plateros a pesar de habérseles prohibido tal arte por Real Cédula de 1527 y en Brasil, a pesar de las prohibiciones, a fines del XVII los plateros eran frecuentemente negros y mulatos.El Aleijadinho representa el progreso que pudieron conocer en Minas Gerais en el siglo XVIII los mulatos como él. Como dijo un escritor del siglo XVII, Brasil era "Inferno dos negros, Purgatório dos brancos e Paraíso dos mulatos". La enfermedad que padeció, probablemente un tipo de lepra, no le impidió seguir trabajando y tuvo una enorme fama en vida como arquitecto y escultor. Quizá estuvo, incluso, comprometido en la conjura de la Inconfidencia, resultado del descontento contra el dominio portugués gestado en Minas Gerais, y las estatuas de esos profetas terribles que hablan por medio de sus cartelas en el santuario del Bom Jesus de Matosinhos en Congonhas do Campo representen a los inconfidentes -según hipótesis de I. H. Brans Venturelli-, siendo Jonás la representación de Tiradentes (el líder, Joaquím José da Silva Xavier) y Amós el mismo Aleijadinho.